El malentendido sobre
Hannah Arendt
La película de Margarethe von Trotta sobre la filósofa alemana ha
despertado una nueva ola de críticas contra su libro ‘Eichmann en Jerusalén’.
El problema es que muy pocos de sus detractores lo han leído
Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del líder nazi Adolf
Eichmann, la revista The New
Yorker escogió como enviada especial a
Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos.
Arendt, que se había dado a conocer con su libro Los orígenes del totalitarismo, era una de las personas más adecuadas para escribir un reportaje
sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la solución final. Los
artículos que la filósofa redactó acerca del juicio despertaron admiración en
algunos (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán
Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), mientras que en muchos más
provocaron animadversión e ira. Cuando Arendt publicó esos reportajes en forma
de libro con el título Eichmann
en Jerusalén y lo subtituló Sobre la banalidad del mal, el resentimiento no tardó en desatar una caza de brujas,
organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.
Tres fueron los temas de su ensayo que indignaron a los lectores. El
primero, el concepto de la “banalidad del mal”. Mientras que el fiscal en
Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un
monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los
judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para
Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado
sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía
sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que
Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso
burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente
normal”; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir.
Lo que dio aun más motivos de indignación fue la crítica que Arendt
dispensó a los líderes de algunas asociaciones judías. Según las
investigaciones de la filósofa, habrían muerto considerablemente menos judíos
en la guerra si no fuera por la pusilanimidad de los encargados de dichas
asociaciones que, para salvar su propia piel, entregaron a los nazis
inventarios de sus congregaciones y colaboraron de esta forma en la deportación
masiva. El tercer motivo de reproches fueron las dudas que la filósofa planteó
acerca de la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann.
De modo que lo que esencialmente provocó las críticas fue la insumisión:
en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera
incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores
habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad
nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una
respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de
Aristóteles, en vez de limitarse a ser una “historiadora”, Arendt se convirtió
en “poeta”.
Sus adversarios llegaron a ser muchos; el filósofo Isaiah Berlin no
quería ni oír hablar de ella, y el novelista judío Saul Bellow afirmó que
Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano
resulta limitadísima”, aunque otra conocida escritora, Mary McCarthy, publicó
en Partisan
Review un largo ensayo en apoyo
de Eichmann
en Jerusalén. Así, el libro de Arendt generó en
los sesenta toda una guerra civil entre la intelectualidad neoyorkina y
europea.
En vez de defender
incondicionalmente, como buena judía, la causa de su pueblo, debatió,
investigó, reflexionó
Ahora, medio siglo después de la primera polémica, la realizadora
alemana Margarethe von Trotta ha ofrecido al público su película Hannah Arendt, que ha despertado una nueva ola de reacciones contra el tratado de
la filósofa. Lejos de ser un documental sobre Arendt, esta “película de ideas”,
que se estrenó en mayo en Estados Unidos y en junio en España, enfoca el caso Eichmannsirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los
archivos. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica,
aunque más respetuosa con la filósofa, la cual, a lo largo de las décadas, ha
ido cobrando peso.
La mayoría de los participantes en el debate actual sostienen que, en la
“banalidad del mal”, Arendt descubrió un concepto importante: muchos
malhechores son personas normales. En cambio, según ellos, Arendt no supo aplicar
adecuadamente ese concepto. Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: “Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido”.
Elke Schmitter argumenta en el semanario alemán Der Spiegelque “la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño”, y que Arendt no
llegó a entender al verdadero Eichmann, un fanático antisemita. Alfred Kaplan
ha escrito en The New
York Times que “Arendt malinterpretó a
Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten
en brutales asesinos”. Todos los críticos —y hay muchos más que los citados—
invocan los documentos hallados sobre Eichmann tras la publicación de Eichmann en Jerusalén y las investigaciones posteriores, y afirman que Arendt en su
época los ignoraba y debido a ello malinterpretó a Eichmann.
El problema es que —y aquí subyace el primer malentendido— Arendt sí
conocía, al menos parcialmente, esos materiales, y su tratado los tuvo muy en
cuenta. Dichos documentos provienen de la estancia del jerarca nazi en
Argentina, antes de que allí le capturaran los servicios secretos israelíes: se
trata de sus memorias y apuntes, además de una entrevista. A partir de esos
materiales, diversos estudiosos han publicado en los últimos años nuevos
ensayos sobre Eichmann y, por lo general, le dan la razón a Arendt en el hecho
de que Eichmann no era un maniático que odiaba a los judíos, sino un hombre
común. En cambio, esos historiadores le echan en cara a Arendt su idea de que
Eichmann meramente obedecía órdenes.
Logró poner de
manifiesto que el mal puede ser obra de gente corriente, de las personas que
renuncian a pensar
Y aquí está el segundo malentendido: la filósofa nunca sostuvo que
Eichmann se limitara a obedecer órdenes. En su libro, Arendt resaltó la
rebelión de Eichmann contra las órdenes de Himmler quien, al aproximarse la
derrota, recomendó un mejor trato a los judíos, mientras que Eichmann “se
esforzó por hacer que la solución final lo fuera realmente”, escribió Arendt.
La filósofa dibujó un minucioso retrato de Eichmann como un burgués solitario
cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia
a refugiarse en las ideologías le llevó a preferir la ideología
nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final. “Lo que quedó en las mentes de
personas como Eichmann”, dice Arendt, “no era una ideología racional o
coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico,
grandioso, único”. El Eichmann de Arendt es un hombre que, engañándose y
convenciéndose a sí mismo, está persuadido de que sus sangrientas acciones
manifiestan su virtud.
Muchos ensayistas y comentaristas no han entendido y siguen sin entender
las ideas de Arendt porque no han leído su libro, o lo han leído bajo la
influencia de los comentarios anteriores. Por eso el malentendido sobre Eichmann en Jerusalén no acaba de disiparse y Hannah Arendt se ha convertido en una
autora de la que se habla mucho, pero a quien leen pocos.
Sus ideas siguen molestando hoy como lo hicieron hace cincuenta años.
Nada en la historia es blanco y negro, y los análisis de Arendt despiertan la
animadversión de los que prefieren explicárselo todo con esquemas simples que
no permitan la duda ni obliguen a reflexionar sin fin. Por ello es más preciso
que nunca ir a la fuente y leer a Hannah Arendt, porque ella puso de manifiesto
que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellas personas que renuncian
a pensar para abandonarse a la corriente de su tiempo. Y eso es válido también
para los tiempos que vivimos.
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